Imagina que vas de safari, cámara en mano, y de repente surge ante ti un rinoceronte de varias toneladas, con ese cuerno amenazante y una mirada que parece decir “¡ni se te ocurra acercarte a mi hierba!”.
La escena tiene tintes de película, pero detrás de ese imponente aspecto hay una historia mucho más dramática y menos glamurosa que las postales africanas.
Los rinocerontes, esos titanes que parecen sacados de una era prehistórica, están hoy más cerca del abismo que nunca.
Y no por falta de tamaño o carácter, sino por culpa del ser humano.
Los datos más recientes no dejan espacio para el optimismo fácil: sólo en el primer trimestre de 2025, más de 100 rinocerontes fueron abatidos en Sudáfrica, principalmente víctimas de cazadores furtivos. Esto significa que prácticamente cada día muere al menos uno por culpa del tráfico ilegal de cuernos, un negocio tan cruel como lucrativo.
El ministro sudafricano Dion George lo resumía hace apenas unos días: “Es un recordatorio contundente de la amenaza implacable a nuestra vida silvestre”.
Los parques nacionales, donde deberían estar más seguros, son tristemente escenarios habituales de estas matanzas.