Se cumplen estos días cinco años desde el golpe de Estado con el que Junqueras, Puigdemont y compinches intentaron fracturar España, imponiendo mediante un refrendo grotesco la independencia de Cataluña.
Y hay tertulianos de postín que proclaman orondos que el Estado ha derrotado a los secesionistas, pero yo tengo mis dudas. Como me pasa con los etarras vascos.
No tienen sentido engañarse, pero tanto los amigos de los terroristas como los separatistas están en las instituciones, cobran del presupuesto, infringen la Constitución cuando les da la gana e imponen su xenofobia en amplias zonas de España.
No sé si es aburrimiento o hartazgo, pero he llegado a un punto en que ni leo las noticias que llegan de allí.
Me importan un comino las desavenencias en la Generalitat y les confieso que soy incapaz de distinguir entre esa panda quien es de Junts, quien de ERC y si uno milita en la CUP o en CatComú.
Ni siquiera sé que diferencias concretas hay entre los partidos del frenopático político catalán.
Lo que si tengo muy claro es que esta ignominia no sería posible sin la colaboración de Pedro Sánchez y la complicidad sumisa del PSC, la franquicia socialista en Cataluña.
Si el PSOE estuviera en su sitio, alineado con PP y VOX para no pasar ni una al separatismo, el barullo catalán resultaría molesto, porque se le ha dado alas durante muchos años y tardará en bajar la hinchazón, pero no sería grave.
Cierto que Rajoy fue un flojo y no supo, cuando pudo, poner un punto final al reto, aplicando la ley sin titubeos.
En octubre de 2017 hubiera bastado cerrar la venenosa TV3, militarizar los Mossos, anular por cinco años la autonomía y convocar elecciones generales inmediatas, pero no tienen sentido llorar por la leche derramada.
Estamos en 2022 y hoy el problema catalán se apellida Sánchez.
Lo importante no son los chanchullos de Puigdemont, los psicodramas de Junqueras, las patochadas de Rufián o los manejos de Aragonés.
Ni siquiera el sectarismo de TV3 o las catetadas de Pilar Pahola.
Lo acongojante, lo peligroso, lo siniestro es el pacto de ayuda mutua firmado entre Sánchez y Junqueras, cuyo próximo capítulo incluye el asalto al Tribunal Constitucional para, si Dios y los electores españoles no lo remedian, plegar ese organismo al nacionalismo, para hacer posible en la próxima legislatura una consulta de autodeterminación.
Hoy la unidad de España sigue amenazada, pero esta vez desde la propia Moncloa.
Y hay tertulianos de postín que proclaman orondos que el Estado ha derrotado a los secesionistas, pero yo tengo mis dudas. Como me pasa con los etarras vascos.
No tienen sentido engañarse, pero tanto los amigos de los terroristas como los separatistas están en las instituciones, cobran del presupuesto, infringen la Constitución cuando les da la gana e imponen su xenofobia en amplias zonas de España.
No sé si es aburrimiento o hartazgo, pero he llegado a un punto en que ni leo las noticias que llegan de allí.
Me importan un comino las desavenencias en la Generalitat y les confieso que soy incapaz de distinguir entre esa panda quien es de Junts, quien de ERC y si uno milita en la CUP o en CatComú.
Ni siquiera sé que diferencias concretas hay entre los partidos del frenopático político catalán.
Lo que si tengo muy claro es que esta ignominia no sería posible sin la colaboración de Pedro Sánchez y la complicidad sumisa del PSC, la franquicia socialista en Cataluña.
Si el PSOE estuviera en su sitio, alineado con PP y VOX para no pasar ni una al separatismo, el barullo catalán resultaría molesto, porque se le ha dado alas durante muchos años y tardará en bajar la hinchazón, pero no sería grave.
Cierto que Rajoy fue un flojo y no supo, cuando pudo, poner un punto final al reto, aplicando la ley sin titubeos.
En octubre de 2017 hubiera bastado cerrar la venenosa TV3, militarizar los Mossos, anular por cinco años la autonomía y convocar elecciones generales inmediatas, pero no tienen sentido llorar por la leche derramada.
Estamos en 2022 y hoy el problema catalán se apellida Sánchez.
Lo importante no son los chanchullos de Puigdemont, los psicodramas de Junqueras, las patochadas de Rufián o los manejos de Aragonés.
Ni siquiera el sectarismo de TV3 o las catetadas de Pilar Pahola.
Lo acongojante, lo peligroso, lo siniestro es el pacto de ayuda mutua firmado entre Sánchez y Junqueras, cuyo próximo capítulo incluye el asalto al Tribunal Constitucional para, si Dios y los electores españoles no lo remedian, plegar ese organismo al nacionalismo, para hacer posible en la próxima legislatura una consulta de autodeterminación.
Hoy la unidad de España sigue amenazada, pero esta vez desde la propia Moncloa.
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